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San Francisco: «juglar de Dios»



«Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas»

Para Francisco la naturaleza no está corrompida. La naturaleza y la vida proceden de Dios. Están ahí para manifestarlo y servirlo. El mundo todo, por lo mismo, es un inmenso coro del que se alza un canto de alabanza jamás interrumpido.

Francisco canta a las criaturas con un amor de pobre que le impide desear poseerlas. Nunca él se ha atrevido a materializar el espíritu, pero tampoco él ha osado nunca espiritualizar la naturaleza. En verdad, en su materialidad él no veía ni contemplaba sino su significado nuevo, espiritual, como en la mañana del mundo, cuando todo salió bello y puro de las manos de Dios.


Francisco, por eso, predicó a los pájaros e inundado de gozo los bendijo (1 Cel 58). Acogió con premura y alegría a un pez, estando él en el lago Trasimeno, llamándolo hermano (1 Cel 61). Al contemplar el sol, la luna y las estrellas del firmamento sus ojos y su ánimo rebosaban de gozo (1 Cel 80). Se hizo amigo de un faisán, de una cigarra, de las ovejas, de un pájaro acuático y de los lobos de Greccio (2 Cel 170-171). Los candiles, las lámparas, las candelas, las piedras, los árboles, la hierba, los gusanillos, las abejas... fueron amados y cantados, respetados y admirados por este hombre del Evangelio, pacificado y hermano de todas las cosas y todos los seres:

«Abraza todas las cosas con indecible afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo. Deja que los candiles, las lámparas y las candelas se consuman por sí, no queriendo apagar con su mano la claridad, que le era símbolo de la luz eterna. Anda con respeto sobre las piedras, por consideración al que se llama Piedra... A los hermanos que hacen leña prohíbe cortar del todo el árbol, para que le quede la posibilidad de echar brotes. Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas. Manda que se destine una porción del huerto para cultivar plantas que den fragancia y flores, para que evoquen a cuantos las ven la fragancia eterna. Recoge del camino los gusanillos para que no los pisoteen; y manda poner a las abejas miel y el mejor vino para que en los días helados de invierno no mueran de hambre. Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165).


Las criaturas no son ya esclavas del poder o víctimas del placer, sino que son reconocidas en su soberana dignidad de «criaturas de Dios». Francisco las acoge como notas vibrantes para componer el Cántico de las criaturas. Todas ellas oyen su invitación a dar gloria y honor, bendición y alabanza a Dios (Ap 5,13). Es un canto a la vida, que supera todas las fronteras y barreras, también la de la muerte corporal, descubriendo una creación redimida y reconciliada, que sabe la dicha de ser y de pertenecer a Dios.

La postura del hombre en medio del universo es ser «juglar de Dios», es decir, criatura de amor, capaz de inaugurar el canto nuevo de la misericordia y la ternura, del gozo y el perdón, contento de reconocer y de cantar, respetar y descubrir a todos los seres como hermanos. Un sentido nuevo, de cortés y digna hospitalidad al tiempo que de exuberante alegría, hermana a toda la creación. «¿Qué son, en efecto, los siervos de Dios sino unos juglares que deben mover el corazón de los hombres y elevarlo al gozo espiritual?» (LP 83g).

Victoriano Casas García, OFM
Selecciones de Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147


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