“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Son las últimas palabras que el Señor pronunció en la cruz; su último suspiro -podríamos decir- capaz de confirmar lo que caracterizó toda su vida: una entrega continua en las manos de su Padre. Manos de perdón y de compasión, de curación y de misericordia, manos de unción y de bendición, que lo impulsaron a entregarse también en manos de sus hermanos. El Señor, abierto a las historias que va encontrando en el camino, se deja cincelar por la voluntad de Dios, cargando con todas las consecuencias y dificultades del Evangelio hasta ver sus manos heridas por amor: «Mira mis manos», él dijo a Tomás (Jn 20,27), y nos lo dice a cada uno de nosotros. Manos heridas que se extienden y no cesan de ofrecerse, para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16). “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” es la invitación y el programa de vida que susurra y quiere modelar el corazón del pastor como el de un alfare...
"Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva." Juan 4,10