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Las bienaventuranzas: aluvión de luz, de verdad y de vida


La continua predicación y enseñanza de Jesús por estos parajes ha quedado formulada en un único texto, resumen o compendio asequible de aquello que los Evangelistas entienden como el núcleo de la felicidad que Cristo promete a los que le siguen. Son las bienaventuranzas. Se llaman así porque de modo armónico e insistente explica las características de los justos en el nuevo reino. Veamos estas bienaventuranzas e intentemos captar el contenido más hondo.

 "Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.


Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron"(Mt). 

Lo que Jesús muestra en las bienaventuranzas es a Él mismo. Él es el bienaventurado, el santo, la plenitud de
la nueva ley. El cumplimiento de la ley del nuevo reino de Dios consistirá en seguirle, en imitarle, en ser igual que Él en la medida de lo posible. 

Una mirada más profunda nos lleva a ver en Jesús al pobre, que sin nada vino al mundo y sin nada se irá, siendo señor de todo lo creado. Es el manso y el pacífico, que se manifiesta, animando, reconciliando a los hombres con Dios, entre sí y en su interior. Las lágrimas ocuparán un lugar en su vida y será consolado por ángeles antes del sacrificio redentor. Es el hambriento y el sediento de la nueva justicia, que como don divino se derramará sobre la tierra. 

Sembrador de misericordia, alcanzará el perdón a los contritos de corazón y a las ovejas perdidas. Su limpieza de corazón llegará hasta la ausencia de todo amor propio, en un amor verdadero que se derramará sobre todos los hombres. 

Él es el Hijo de Dios, en una generación eterna de tal plenitud que es consustancial al Padre, “el Padre y yo somos uno” dirá más adelante. Además, será el perseguido por enseñar la senda del amor que el mundo no puede entender, porque está lleno de pecado. Y en la octava bienaventuranza, vemos a Cristo enclavado en la cruz, el sacrificio perfecto entre el cielo y los hombres, salvando a todos. Cristo en las bienaventuranzas se muestra a sí mismo como camino de la nueva felicidad. 

Todo este aluvión de luz, de verdad y de vida, debía ser comunicado a los hombres de un modo gradual. De entrada, la mayoría no podía soportar tanta verdad pues era necesario romper los esquemas antiguos. Por eso, Cristo se revela veladamente, manifestándose a través de una moral nueva, la moral de las bienaventuranzas. En un primer nivel les dice que serán felices y justos si saben vivir con pobreza, con mansedumbre, con ánimo pacífico y pacificador, con corazón misericordioso, siendo limpios de corazón y llenos de rectitud de intención en lo más íntimo; que los que tienen hambre y sed de justicia la recibirán, igual que si saben llorar y llevar bien las persecuciones. 

Nunca ha hecho felices a los hombres el ansia de dinero o de poder, ni el espíritu violento, ni la rebeldía ante las dificultades, ni el corazón sucio y retorcido, ni el alma inmisericorde o dura, que no sabe sufrir con los que sufren, ni el rencor ante las persecuciones. La felicidad sólo puede estar en el amor verdadero, y las bienaventuranzas marcan la senda de un amor rico en matices que abarca las situaciones reales de la vida. 

Por otra parte el premio es extraordinario: el Reino de los cielos, con lo que significa de poseer la tierra, ser consolados, ser saciados de justicia, alcanzar misericordia, ver a Dios, ser llamados hijos de Dios y, al morir, una gran recompensa en los cielos. Esta es la plenitud del reino de Dios que Cristo anuncia. Más no se puede pedir. 

El reino de las bienaventuranzas es la plenitud humana alcanzada como don de Dios a los que quieren creer y vivir la nueva vida y la nueva alianza. Al final de los tiempos los justos vivirán esa bienaventuranza de un modo pleno. Verdaderamente, es feliz el que sabe ser pobre y vivir desprendido de las cosas de la tierra, libre de las ataduras del deseo y del ansia de posesión. Es feliz el que al llorar, recibe el consuelo de saber que sus sufrimientos no son inútiles y sin sentido, sino que se pueden convertir en un sacrificio que ayude a salvar a otros hombres en una comunión espiritual de los santos. Es feliz quien tiene dominio interior de sus pasiones, en una mansedumbre, que es poder sereno, lejos de la violencia. Es feliz el que sabe que todos los deseos de justicia y amor serán saciados con abundancia. Es feliz quien tiene buen corazón con el que sufre, en el alma o en el cuerpo, y es tratado con una misericordia que, unas veces es perdón y otras caricia. Es feliz el que mira al mundo, las personas o a Dios, con mirada limpia, y entiende las cosas con visión sobrenatural. 

 Es feliz quien siembra paz y concordia entre los hombres, para que aprendan a amarse, también cuando son poco amables. Puede ser feliz, incluso, el perseguido por ser fiel a Dios, ya que así puede asemejarse a Jesús, que es el inocente que paga las deudas de los pecadores porque los quiere con un amor que les eleva más que les juzga En un juego de antítesis, Jesús enunciará, en otra ocasión, cuatro ayes como lo opuesto al espíritu de las bienaventuranzas: "¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo, se comportaban sus padres con los falsos profetas!"(Lc) Son lamentos por los que se dejan llevar por el espíritu del mundo, por el egoísmo y la falta de amor. Jesús desvela el amor verdadero frente al pecado y al mal amor del que busca sólo lo propio. Debe temer a quien pone su corazón en las cosas de la tierra; pues todas le serán quitadas, y se le secará el corazón. El que se sacia, buscando sólo bienes materiales, experimentará el vacío en el alma. Como consecuencia de esta nueva moral de amor pleno, Jesús anuncia a los que crean que serán sal de la tierra y luz del mundo. El mundo y los hombres se salvarán de la corrupción si sus discípulos saben llevar ese mensaje a todas las realidades humanas con su palabra y, sobre todo, con su vida. "Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos"(Mt). 

El mundo movido por el pecado se mueve en la corrupción y en la oscuridad. El sabor y la claridad en el camino vendrán de quien sepa ser como Cristo en su nueva moral de amor pleno.


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