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Hay tres habitaciones en el Templo de nuestra alma


Nuestros recuerdos son solo nuestros y no podemos culpar a nada ni nadie del pasado por cualquier dolor que habite en ellos

Hay tres habitaciones en el Templo de nuestra alma: la Memoria, el Intelecto y la Voluntad, y las tres deben ser devueltas a Dios adornadas con las joyas de la Fe, la Esperanza y la Caridad.

Las estructuras de maderas que se nos dieron en el Bautismo deben ser consolidadas con aquellos sólidos materiales adecuados para que habite en ella un Rey. Si permitimos que las estructuras originales se deterioren y caigan en ruinas por nuestra pereza y nuestra falta de celo, viviremos en aquellas ruinas por toda la eternidad.

Nuestros recuerdos son solo nuestros y no podemos culpar a nada ni nadie del pasado por cualquier dolor que habite en ellos. Si les abrimos la puerta o seguimos desmenuzando el pasado en nuestra mente, solo nos tendremos a nosotros mismos para culparnos.

Nuestra falta de perdón nos llena de odio y nuestra falta de compasión nos vuelve duros de corazón. La soberbia en nuestros corazones nos vuelve resentidos y mantiene a nuestra memoria en una constante tormenta de pasión y autocompasión.

Desde la agonía en el Huerto hasta su muerte, es consolador ver a Jesús entregando también sus facultades humanas. Le dio su voluntad al Padre completamente cuando dijo “Hágase tu voluntad” (Lc 2, 43) Limpió su memoria cuando exclamó “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Como el Padre, estaba lleno de compasión y misericordia y no permitiría el más mínimo resentimiento en su memoria.
Tal como Jesús, cada ser humano tiene suficientes recuerdos de su pasado para ocupar su tiempo y su mente en ellos continuamente. No es el sacar a la luz estos recuerdos sino el revivirlos lo que genera turbación en nuestras almas. La frecuente y a veces constante evocación de acontecimientos del pasado puede despertar estos males enumerados por Jesús y mover nuestra voluntad a llevarlos a la acción.

Nosotros somos casi siempre la causa de nuestra miseria e infelicidad y corremos de un lado a otro buscando alivio pero no lo encontramos. En nuestro empeño por adquirir la paz de nuestras mentes no vemos la causa real de nuestro desasosiego: una falta de compasión y de humildad.

Sabemos que ciertos pecados del pasado nos crean complejos de culpa. El recuerdo de ofensas pasadas nos llena de una ira a la cual nos adherimos a pesar de nosotros mismos. Nos negamos a dejarlo ir y hacemos esto en nombre de la verdad.

Justificamos nuestra ira o incluso el odio diciendo que tal incidente fue literalmente injusto e inmerecido. Permitimos que la verdad del asunto sea usada como un medio para justificar nuestras reacciones y el ejercicio de nuestras actitudes pecaminosas. Astutamente vamos creándonos cargas y nos las vamos imponiendo sobre nuestros propios hombros.

Las cargas auto-impuestas son las más difíciles de sacudir. Quizás haya cierta satisfacción en el volver a recordar algunas situaciones del pasado, aun cuando éstas sean muy dolorosas. Esto hace que nuestra maldad y nuestro odio sean tan justificados que sentimos que le hacemos un servicio a la justicia a través de la erosión de pasiones descontroladas en nuestros corazones.

Podemos volvernos tan ciegos que le imploramos a Dios que quite aquella cruz de nuestros hombros, mientras nosotros mismos la presionamos sin pensarlo cada vez más.

Solo a través de la compasión y la misericordia de nuestro Padre puede nuestra memoria ser sanada de todas las amarguras almacenadas en ella.





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