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En la vida y en la muerte somos del Señor


  S. S. Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Desde los tiempos más antiguos la liturgia de la misa del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum, «He resucitado y aún estoy contigo, has puesto sobre mí tu mano». La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.



Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le sucederá? «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: "Que al menos la tiniebla me encubra…", ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día» (Sal 138 [139],8-12).

En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. Ef 4,9s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: «Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos».

Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: «He resucitado y ahora estoy siempre contigo», dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.

Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida... la Carta a los Romanos dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como «incorporados» en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí». Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín.

Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: «Para mí la vida es Cristo y el morir (si puedo estar junto a Él) una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir -es decir, ser ejecutado- para estar con Cristo que es con mucho lo mejor; pero por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros» (cf. Flp 1,21ss). A un lado y a otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: «Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos». A los Romanos escribió Pablo: «Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, ... si morimos, ... somos del Señor" (Rom 14,7s).

...ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre. 
De la homilía de S. S. Benedicto XVI en la Vigilia Pascual, 7 de abril de 2007  
Fuente: franciscanos.org

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