En la primera fiesta de la Presentación hubo dos extraños invitados. Se invitaron ellos mismos. María y José no hicieron otra cosa que "sentirse maravillados" por la intervención de los dos invitados-sorpresa. El se llamaba Simeón y era justo y piadoso. La tradición dice que era, además, viejo. Lo ha llamado "El anciano Simeón". Sin duda, porque dijo aquello de "puedes ya dejar ir a tu siervo...". Ella se llamaba Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era profetisa y tenía 84 años. Otra anciana. Ambos andaban por el templo paseando su esperanza. Esperaban. Años y años esperando. Hasta que llegó Jesús y reconocieron en El al objeto de su esperanza. Simeón improvisó un poema de iluminación y Ana también alabó al Señor. Además, la viejísima Ana dio en hablar de Jesús "a cuantos esperaban la salvación de Jerusalén". Ninguno de los dos estaba previsto en el ritual de la Presentación pero he aquí que se erigieron en sombras maravilladas y luminosas del Protagonista. En humildes y esperanzados co-protagonistas. Hoy resulta imposible hablar de aquella fiesta y no citarlos con relieve.
Simeón y Ana tuvieron dos virtudes fortísimas: esperanza y lucidez. No se cansaron de esperar y, en el momento justo, supieron descubrir al Salvador. No era fácil descubrirlo entre tanta gente más brillante que El y no había sido fácil resistir años y años de esperanza.
La esperanza y la lucidez son virtudes modernas, modernísimas. La esperanza es cada vez más difícil y, por eso, es, cada vez, más virtud. Exige más fuerza, más entrega, mayor abundamiento de recursos sobrehumanos, mayor confianza en Aquel-que-todo-lo-puede y, tantas veces, parece que no puede nada.
Esperanza es confianza prolongada en el tiempo. Tensión. Pocos, muy pocos resisten. Lucidez es iluminación. Rara iluminación que viene de dentro y de fuera, de abajo y de arriba. Uno se deja iluminar por Quien puede hacerlo y, al mismo tiempo, deja salir la luz para iluminar a quien quiera dejarse iluminar. Todo, con sensatez y locura a partes iguales. Sólo son lúcidos los humildes y esperanzados. Los que todo lo esperan de Arriba y todo lo hacen como si de Arriba no bajara nada. En este desconcertante final de siglo, mantener la esperanza en la salvación que ya llegó es tan difícil como mantenerla (Simeón y Ana) en lo que aún no había llegado. Somos contemporáneos de Simeón y Ana que tienen la edad inconcebible de la esperanza inmarchitable. Dos viejos que esperan a un Niño y mueren contentos porque sólo cuando el Niño llega tiene sentido la muerte de ellos. Es decir, la Vida.
La Presentación es fiesta de lucidez y esperanza. Quienes se sientan cortejados por ambas virtudes, déjensen prender por ellas. Los alejados de toda iluminación acudan a estos viejecitos insensatos que tanto supieron esperar. Miren a su alrededor, no sea que el Niño haya llegado. Intenten descubrirlo. Dejarse quemar por la desesperanza es, con frecuencia, pudrirse de estupidez por falta de luces para descubrir luces. Si no la Luz, al menos luces, esas mil luces que brillan aquí y allá entre tanta oscura desolación.
La presentación es una fiesta mística. Necesaria y misteriosa. El mundo de la Fe está lleno de viejecitos cantarines y protocolos sencillísimos y padres aparentemente anodinos que portan niños vulgares y sorpresas de luz que estallan en cantos de esperanza agujereando las noches más insoportables. El misterio del Misterio, resquebrajado por personas sencillas que viven y cantan, sufren y esperan. La Salvación no llegará traída por los Técnicos de la Salvación sino por los disfrutadores de las mil salvaciones diarias. En sus brazos está el Salvador. No descubren a Jesús los sabios engreídos de su sabiduría sino los limpios y humildes de corazón cuya esperanza conduce a la Lucidez, cuya lucidez conduce a la Esperanza. María, José, Simeón, Ana. En medio, Jesús. Este Salvador jamás se dejó atrapar por los poderosos. La presentación es fiesta de luz, esperanza, humildad y comunicación.
Bernardino M. Hernando