Convertirse no es transformarse en quien no eres, sino dejar que emerja lo mejor de ti

 

Pregón de Cuaresma


José María Rodríguez Olaizola, sj

Hay quien nunca frena. Quien vive deprisa. Quien viaja sin cesar de un lado a otro, de una experiencia a otra, de un momento a otro. La velocidad es signo de nuestros tiempos. Y la desmemoria. Olvidamos, quizás, rápido, porque vivimos rápido.

Por eso, en algunos momentos, hace falta frenar. Detenerse, plantar los pies en tierra firme, mirar alrededor, y también mirar hacia dentro. Preguntarse por lo que, tal vez, es inercia e inmediatez; por las personas que forman parte de nuestro horizonte diario; por las metas que guían la propia vida. Y, con todo eso, pensar en si merece la pena, o si puede ser mejor.

Desde la fe, el tiempo de Cuaresma nos ofrece esa posibilidad. Es la ocasión de detenernos; de buscar un poco de desierto en medio de lo cotidiano; de plantar los pies en la tierra firme del evangelio y mirar alrededor. En ese espacio más desnudo podemos salir de inercias. Podemos dejar de lado seguridades y comodidades para transitar por un paraje nuevo. Hay muchos modos de hacerlo. Tiene un punto de seriedad, de cuidado interior. Te abstienes de lo habitual para abrirte a lo inesperado (y a eso lo llamamos ayuno).

Una vez en ese desierto, habremos de ponernos a la escucha, de esa voz interior con que el espíritu nos agita al escuchar la palabra. A eso lo llamamos oración. Se ora mirando a Dios, mirando al mundo, mirándose a uno mismo. Se ora con las noticias, con la Biblia, con los deseos, con los miedos. Se ora de mil formas distintas… Y se escucha también con la mirada activa, con los gestos, con la atención a los hombres y mujeres que más necesitan paz, pan y palabra (limosna). Pues ahí, si la limosna es puerta abierta al encuentro –y no gesto lejano– también se nos abren los ojos y las entrañas.

Todo esto ¿para qué? Para dejar que la Buena Noticia de Jesús de Nazaret se convierta en lámpara que ilumine los rincones de nuestra casa. Que ponga luz en las estancias oscuras, donde, tal vez, cabe un poco más de orden, un poco más de limpieza, un poco más de aire fresco (a ese ordenar lo llamamos conversión). Este recorrido requiere sus buenas dosis de zozobra, de lucha, de tentación y de inseguridad. Pero que no sea fácil no quiere decir que no merezca la pena. Convertirse no es transformarse en quien no eres, sino dejar que emerja la mejor versión de ti mismo. La versión más capaz de amar, de verdad y hasta darlo todo.


José María Rodríguez Olaizola, sj


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