Sin la Madre, los discípulos de Cristo se disgregan


"Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos... Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» … Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte." (1Cor 12, 13-14; 20-21; 26-27).

Este intenso pasaje de San Pablo, sacado de la carta a los Corintios, abre el ilimitado horizonte salvador del Cuerpo místico de Cristo y la comunión de vida que existe y corre entre todos los miembros de la Iglesia que, en virtud del bautismo, es injertado como sarmiento vivo en la única vid que es Jesús. Para que un tal misterio sea una realidad en nosotros es necesaria nuestra correspondencia a la gracia de la participación, de la división y de la apertura incondicional al amor de Dios que nos une a todos en un sólo cuerpo. El amor recíproco no es una opción, sino que es el mandamiento nuevo.

Enemigo primordial de la auténtica comunión es el individualismo, que no pone en el centro el amor de Dios y al prójimo sino el amor propio y su gloria. Otro enemigo, siempre en acecho, es la indiferencia; esta hace que todo lo que no está en mi horizonte personal, que no me ofrezca alguna ventaja, no entra en mi vida. Es necesario combatir con tenacidad estos "virus" que circulan libres y demasiado a menudo incontrastables, infectan la mente y las acciones del sedicente creyente en Cristo que, habiendo debilitado la conciencia de la pertenencia al único Cuerpo, no tiene ya el impulso a la unidad. Se produce entonces, lo que S. Pablo estigmatiza y que no debería ocurrir: "la cabeza dice a los pies, no os necesito”.

¡Cuántas veces este "virus" entra en el corazón en sordina, haciéndonos caminar no ya un recorrido de santidad sino un trayecto de exaltación personal, en el que, quién se sienta a la mesa, no es el Señor sino nosotros con la presunción de que Él nos sirva! Repetidamente Jesús nos ha enseñado, con la predicación y con su vida, que ningún hombre es una isla, sino que todo verdadero discípulo, unido a los otros, necesita de todos, como todos necesitan de cada uno: ¡de otro modo, no se edifica nada! Una gota, por si sola, no llena la copa pero muchas gotas, unidas, pueden llenarlo, porque cada una se ha hecho todo a todos y, así, se han multiplicado.

La unidad de los cristianos, la vital comunión de vida, la unanimidad de corazón y de espíritu debe ser una prioridad en la vida del creyente, cuyo lema será: ¡me he hecho todo a todos! , (1Cor 9, 22). En este inmenso empeño viene en nuestra ayuda, de modo particular, la Madre de Dios, invocada como Madre de la unidad.

La Iglesia, en efecto, está "firmemente convencida", como recita la introducción al formulario de la Santa Misa en honor de la Madre de la unidad, "que la causa de la unidad de los cristianos está relacionada específicamente a la función de la maternidad espiritual de la beata Virgen Maria" (cfr Leo XIII, Carta Encíclica "Adiutricem populi": AAS 28, 1895-1896, p. 135).

Sin la Madre, los discípulos de Cristo se disgregan, las gotas no se encuentran y las fuerzas se dispersan. Esta consideración nos lleva a la memoria la realidad de los riachuelos de agua que, no sino se juntan, no se convierten en río y no desembocan en el único mar, sino que se pierden y se secan. Cristo ha amado a su Iglesia para que sea un “solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16) dándole a Pedro como Guía y a Maria como Madre.

El Santo Padre Benedicto XVI nos recuerda que "como Cristo, la Iglesia no es sólo instrumento de unidad, sino que es también un signo eficaz de esta unidad. Y la Virgen Maria, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la Madre de este misterio de unidad que Cristo y la Iglesia representan y construyen en el mundo y a lo largo de la historia" (Benedicto XVI en Efeso 29 de noviembre del 2006). A. la luz de este misterio es preciso redescubrir la fuerza de la oración mariana por excelencia: el Santo Rosario; los Sumos Pontífices han recomendado el rezo comunitario, especialmente para conseguir para la Iglesia y para el mundo los frutos de la unidad y la paz, a todos los niveles, empezando por las familias. Allí donde se reza el Rosario, en lo escondido del hogar doméstico, públicamente en una iglesia ante el Santísimo Sacramento expuesto, caminando por las calles pobladas o semidesiertas, no hay duda de que la acción de Maria imprime esos signos de gracia deseados con fuerza por su querido Hijo Jesús Cristo.

Autor: Padre Luciano Alimandi Fuente: fides.org

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