Cuando el Arcángel Gabriel saludó a la Virgen María en la humilde casa de Nazaret, se cumplió unas de las más importantes profecías de Isaías: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le llamará Dios con nosotros” (7,14).
Con ocho siglos de anterioridad y en términos poéticos anuncia la llegada del Mesías a este mundo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en la tierra de sombras de muerte una luz les ha brillado” (9,1).
Previsión cuyo cumplimiento certifica san Juan en su evangelio, empleando los mismos vocablos: “La luz resplandece en las tinieblas […] la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,5 y 9).
San Lucas describe cómo confirma al mismo Jesús que en su Persona Divina se cumplían los oráculos del gran profeta: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró en la sinagoga un sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde está escrito: ‘El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unión. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Y enrollando el libro, se lo dio al servidor y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: ‘Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír’” (Lc 4, 16-21 – Is 61, 1-2).
No menos categóricas son sus previsiones con respecto a la Pasión y Muerte del Salvador: “Eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban, y nuestras culpas las que lo trituraban […] como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa ni justicia se lo llevaron […] lo enterraron con los malhechores” (53, 5-9).
Al leer todo esto, no se puede menos que concordar con la afirmación de un comentarista “Isaías escribió anticipadamente el Evangelio”.
Sus profecías sobre la iglesia
Sin embargo, las profecías no se limitan a la venida del Hijo de Dios, su Pasión, Muerte y Resurrección, sino que abarcan también la fundación y la expansión de su Iglesia, construida sobre roca firme.
El día de Pentecostés, la Iglesia brilló de tal forma ante los numerosos judíos que se bautizaron tres mil personas en una sola ocasión.
No obstante, debe resplandecer mucho más aún en la tierra entera. A este título, son muy ilustrativos los siguientes trechos de Isaías: “Sucederá en días futuros que el monte de la Casa del Señor será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Afluirán hacia él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, y subamos al monte de Yaveh, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yaveh.” (2, 2-3).
El profeta se vale de la realidad conocida (el monte del templo, en Jerusalén) como símbolo para expresar la revelación recibida: en la era mesiánica, la montaña del templo del Señor (La Iglesia Católica) se establecerá “en la cima de las montañas”, vale decir, en condiciones de ser vista y reconocida por todos los pueblos de la tierra. Con el esplendor de su luz atraerá a todos los pueblos hacia sí y les enseñará el camino de la salvación.
Más adelante, un nuevo oráculo muestra el inmenso amor de Dios por su Iglesia, a la que cubrirá con los más preciosos adornos de santidad, simbolizados en la siguiente forma: “Voy a poner tus cimientos sobre malaquita, y tus bases sobre zafiro; haré de rubíes tus almenas, tus puertas de diamantes, y de piedras preciosas toda tu muralla. A tus hijos los instruirá el Señor” (54, 11-13).