La historia de la unción en Betania parece, a primera vista, que corresponde al campo de lo anecdótico. Pero el mismo Jesús añade en el evangelio: «En verdad os digo: dondequiera que se predique el evangelio, en todo el mundo se hablará de lo que ésta ha hecho, para memoria de ella» (Mc 14,9). ¿Pero en qué radica esta afirmación que dura a través de los tiempos? El mismo Jesús nos ofrece una interpretación, cuando dice: «Lo ha hecho... anticipándose a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Mc 14,8; cf. Jn 12,7). Así, pues, él compara lo que ocurre aquí con el embalsamamiento de los muertos, que era corriente entre los reyes y los potentados. Tal unción era una tentativa de salir al paso a la muerte: solamente en la putrefacción, en la destrucción del cuerpo, así se creía, completa la muerte su obra. Mientras queda el cuerpo, el hombre no se ha deshecho, no ha muerto totalmente.
Según eso, Jesús ve en el rasgo o gesto de María la tentativa de asestar un golpe a la muerte. El reconoce ahí un esfuerzo malogrado, pero no inútil, que es esencial de todo amor: el comunicar la vida a los demás, la inmortalidad. Pero lo ocurrido en los días siguientes muestra la impotencia de tal esfuerzo humano; no existe ninguna posibilidad de proporcionarse a sí mismo la inmortalidad Ni el poder de los ricos ni la abnegación de los que aman pueden conseguir esto. En fin de cuentas, tal tentativa de «unción» es más una conservación que una superación de la muerte. Sólo una unción es suficientemente fuerte para oponerse a la muerte, a saber, el Espíritu santo, el amor de Dios. La pascua es su victoria, en la que Jesús se muestra como el Cristo, como el «ungido» de Dios.
Sin embargo, la acción de María sigue siendo algo permanente, algo simbólico y modélico, puesto que siempre debe existir el esfuerzo para mantener vivo a Cristo en este mundo y para oponerse a los poderes que le hacen enmudecer, que pretenden matarlo.
¿Pero cómo puede ocurrir esto? Por cada acción de la fe y del amor. Una frase del evangelio puede dar, tal vez, más color a esta afirmación. Juan nos cuenta que, por la unción, toda la casa se llenó del aroma del aceite o perfume (12,3). Eso nos recuerda una frase de san Pablo: «Porque somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor 2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con su buen olor, se halla aquí transformada en la idea de que la vida cristiana hace que el buen aroma de Cristo y la atmósfera de la verdadera vida se difunda en el mundo. Pero también hay otro punto de vista. Junto a María, la servidora de la vida, se halla en el evangelio Judas, el cual se convierte en el cómplice de la muerte: respecto a Jesús, primeramente, y también, luego, respecto a sí mismo. Él se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura utilidad. Pero, detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva concepción de la salvación del mundo y de Israel.
Él había acudido a Jesús con una esperanza bien determinada; según ella, le midió a él y por ella le negó. Así representa él no sólo el cálculo frente al desinterés del amor, sino también a la incapacidad de escuchar, de oír y obedecer frente a la humildad del aro que se deja conducir incluso a donde no quiere. «La casa se llenó del aroma del perfume»_¿ocurre así con nosotros?_¿Exhalamos el olor del egoísmo, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la vida, que procede de la fe y lleva al amor?
Joseph Ratzinger. El Rostro De Dios