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Buen José


En nuestros nacimientos eres, buen José,
una figura de segundo plano;
casi de tan poca importancia,
que una vieja y bella tradición franciscana,
situó a ambos lados del Niño.

Tú quedas ahí, casi escondido,
al lado del misterio del gran Dios,
convertido en carne de niño.

Poetas conocidos -también los del pueblo-
han cantado a ese niño pequeño,
Palabra bendita del Dios hecho carne;
y también a la madre pura y sencilla
cuyas manos trémulas y firmes
acunaban al recién nacido.
De ti, con tu barba blanca,
hasta sonreían nuestros villancicos,
con ratones que roían tus calzones...

Y tú estabas firme allí,
sintiendo la emoción del padre
que espera a su primer hijo.
Porque, ¿era tan importante y definitivo
que no llevase tu misma sangre?

«No tengas reparo»,
te había dicho el ángel.
No porque dudases de tu esposa,
sino porque dudabas de ti mismo;
no te considerabas digno,
hombre bueno y humilde,
de estar cerca del misterio del Dios,
que se había metido en tu hogar.

«No tengas reparo»:
también lo escucharías en tu interior
en la noche de la cueva de Belén...
«Le pondrás por nombre Jesús»:
Eres tú el que tienes que ponerle ese nombre,
que es salvador de los hombres.
Eres tú, con tus brazos jóvenes y firmes,
-¿por qué te hemos pintado anciano?-
el que trabajarás para él;
eres tú, en el que el niño se mirará
para aprender a ser hombre,
cuando crezca día a día,
en años, estatura y sabiduría.

«No tengas reparo»:
nos lo dice hoy el buen José,
a los que no osamos acercarnos
al misterio del buen Dios...
Dios necesita nuevos hombres justos,
figuras de segundo plano,
que ponen sus manos y su corazón,
al servicio del Dios hombre
y también del hombre hermano,
hecho ya sacramento de aquel
que tuvo José entre sus manos
en la noche oscura de Belén. 



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