Benedicto XVI, Exhortación «Sacramentum caritatis», n. 33.
La relación entre la Eucaristía y cada sacramento, y el significado escatológico de los santos Misterios, ofrecen en su conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar ya desde ahora.
En María Santísima vemos también perfectamente realizado el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se acerca e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta claramente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante la acción de Dios. La Virgen, siempre a la escucha, vive en plena sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un mosaico, aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc 2,19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad.
Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en la misión redentora de Jesús. Como afirmó el Concilio Vaticano II, «la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Const. LG 58). Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquella que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos «hasta el extremo» (Jn 13,1).
Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que «María inaugura la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor». Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.